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COSAS POPULARES


HOJALATA.
Era domingo. En Pamplona los domingos por la tarde tenían un encanto especial cuando jugaba Osasuna en el antiguo san Juan. En las calles del casco viejo se respiraba un ambiente caldeado, los bares rebosaban de gente que se aprestaba a tomarse su completo, café, una copa de soberano, quizás un pacharán y su faria al morro.
Aquel domingo de noviembre, si bien no hacía un frío excesivo, si que las nubes amenazadoras que surcaban los cielos de la capital navarra, aconsejaban acompañarse de una gabardina, o cualquier otra prenda de vestir de invierno. El ruido del bar era ensordecedor, se trataba de la cita quincenal que realizaban nuestros hombres, sin mayores variantes, porque apenas el ocio capitalino ofrecía mayores perspectivas que no pasasen por el cine, una partida de cartas, o un paseo romántico por los jardines de la Taconera, paseo de los Enamorados... En el estridente ambiente, en las risas amplias, algunos cánticos mezclados, se apreciaba un escenario distendido, eufórico, y apenas si podían discernirse las apuestas en torno al resultado del partido que se disputaría entre Osasuna y el Zaragoza.
Toda la euforia de los asistentes daba por hecho una victoria del club rojillo por lo que apenas si pudieron cruzarse un par de posturas.
¡Viejo san Juan! Tan viejo como añorado, dando nombre al barrio, entonces en extramuros, casa Larrea, camino de la Longaniza… ¡domingo de fútbol!
El Anaita, último baluarte de la calle san Gregorio, inicio de una larga hilera de aldeanos acicalados pulcramente, con su puro al morro, calada su txapela, algunos con sus gabardinas colgadas en sus brazos apuraban los metros que restaban hasta la llegada al campo, pasando por el camino de hollín, entre vetustos árboles, apurando el paso los rezagados aficionados. Un último “arranque” en el Larrea, o en el quisco enfrente de la puerta principal.
Próximos a la entrada del campo nos encontramos con un grupo numeroso de aficionados haciendo corro y que jalean con oles y aplauden con entusiasmo. En medio de un ruedo construido espontáneamente por la gente, serio, con porte de torero de postín, manejando con soltura su gabardina a modo de capote, el maestro Hojalata iba desgranando lo más selecto del arte de Cúchares, manoletinas, ayudados por alto, chicuelinas… que llenaban de fervor los tendidos del improvisado coso, mezclados con pitos provocadores, Todas sus faenas terminaban infaliblemente con división de opiniones. Replegaba con solemnidad de todo un matador su vetusta gabardina y con gesto postinero cambiaba de tercio hasta otro momento en que fuera requerida su presencia. Los transeúntes foráneos contemplaban la escena como quien ve un cuadro surrealista.
Hojalata era un hombre extrovertido, un trabajador multiusos, fontanero unas veces, de ahí su apodo, repartidor de carbón otras, amigo siempre.
¡Quién sabe si en sus años de adolescente, se quedó enganchado en su mente aquel ambiente de los sanfermines, observando el paseíllo de los toreros desde el hotel hasta la plaza de toros en medio de un gran fervor, o las salidas apoteósicas a hombros en tardes triunfantes por la puerta grande de la Monumental pamplonesa, o en alguna de esas travesuras juveniles habría logrado colarse en los tendidos y calarse hasta la médula de ese ambiente taurino que en aquellos tiempos reinaba y la gran importancia que tenía la fiesta de los toros!
De ordinario enfundado en su buzo, con su gorra por montera, saludador en su carro de carbonero, apenas una insinuación era motivo para montar un quite, u ofrecer una faena de lo más variopinta, en cualquier rincón, en cualquier lugar del casco viejo de su Iruña, Jarauta, Estafeta, daba rienda suelta a esa su contumacia casi innata que tanto él, en el campo del toreo, u otros correligionarios como Uve, este en el terreno futbolístico, y algunos otros “famosos” en otras variadas facetas hacían las risas de los viandantes y eran motivos de chanza de los chavales. No sé si podría denominarse personaje callejero pero si callejeador porque en las rúas de su Iruña recreaba toda esa serie de fantasías que sin duda para él era su vida. Un bastante amigo del morapio, txikitos con el que veía compensada su arriesgada faena.
Esteban Ibarrola, este era su nombre de pila, terminó su vida al calor de las hermanitas de la Caridad de la Casa de Misericordia, realizando de vez en cuando alguna escapada a su “vasco viejo” para satisfacer su añoranza de tardes de gloria, de amistades rancias, apurando un vaso de vino peleón agasajado por sus incondicionales, en amena charla repleta de ensueños, al fervor de quienes habían reído sus quimeras.
Nunca aconteció lo que codició, ser un torero de postín, un diestro de tronío, capaz de abarrotar tendidos de entusiasmados aficionados, de salidas a hombros, triunfante ante grandes bureles de las más prestigiosas ganaderías, de ver colocado su nombre con letras mayúsculas en los bellos carteles de feria, pero sí que logró lo que no acariciaron otras muchas figuras de la tauromaquia, quedar en el recuerdo que profusos viandantes de su tiempo conservan en su memoria, ser motivo de cháchara en tabernas de quienes aún perviven y conocieron de sus andanzas, de sus ilusiones, recuerdo entrañable, aunque hoy día muchos puedan preguntarse ¿Quién fue Hojalata?
¡Va por ti maestro! 


La muchacha del vestido blanco.-

Ahí está, impertérrita, acomodada en su diminuta sillita, ornada con su vestido blanco de esperanzada novia, con su rubia cabellera cubierta de una arcaica pamela que luce unas minúsculas florecillas de plástico, de colores marchitados. Destacan en su tez pálida de maquillaje tosco, apremiada por una cita ineludible, unos labios finos remarcados por un carmesí rojo fuerte aplicado con displicencia, sus ojos apenas perceptibles ocupados de una luz mustia, ajena. A sus pies como fiel consorte una cestita de mimbre.

A diario, en la calle la Estafeta, en el lugar habitual, a la hora de siempre, siempre a las mismas horas, inmóvil, sin pestañear, temerosa de que alguien descubra su presencia, a la espera de unas monedas o la llegada de un novio despechado, el arribo de un amor quimérico, o refiriendo con la conspiración del silencio fantasías de bailes palaciegos, rememorando sueños infantiles de princesas de cuentos de hadas, o acallando heridas pretéritas que aún sangran en su corazón.

¿Duerme o sueña nuestra muchacha de vestido blanco?

Cuando unas arras tintinean en su cestilla escapa de su letargo y guiña perezosamente sus ojitos esbozando una sonrisa ensayada, melancólica.

Se hace tarde. Lo advierte porque esos andarines mayores ya no desfilan a su lado, porque cesa el jolgorio de cuadrillas juveniles, porque los bares se quedan desiertos, porque su compañera la luna apenas consigue asomar entre los tejados prietos su faz redonda hurtándole ladina su sitial.

En aquel momento la fatiga aja su esperanza, sofoca las luces tenues de su escenario, se agostan las lágrimas defendidas con rubor durante la larga jornada, apenas permanecen espectadores distraídos en la platea. Cae el telón y se apura su aliento.

Hoy he vuelto a pasar, y allí continuaba, como una figura colocada por alguna jerarquía mecenas, sin placa a sus pies que explique su porqué, sin tenerlas todas consigo de que mañana algún Psis oficial la traslade a un lugar recóndito compañera anónima de la Mari-Blanca, expirando en el más absoluto olvido y con la mayor desidia y hubiera deseado tener el coraje de observarla un instante con fijeza, un flash que acoja el retrato de una boda, de un evento fastuoso y ególatra de unas autoridades, de sonrisas fatuas de aristócratas engalanados para la asistencia a una procesión religiosa y arriban a mi mente los pensamientos beatíficos de mi ayer y se desploman como castillo de naipes todas aquellas quimeras, por la simplicidad de poner los pies en el suelo, y es ahora cuando considero que esa mirada de fechas atrás, ayer de esperanza, ayer y hoy, son de angustia, que el sonido a arras de boda de unas exiguas monedas de cobre no lo son tal sino simple y llanamente subsistencia: una porción de pan, un trago de leche y si la jornada se ha propiciado prolija algún que otro trozo de vianda que mantenga su agonía cotidiana.

Mañana realizaré el idéntico recorrido, por inercia, sabedor de que a la muchacha del vestido blanco la localizaré en el mismo lugar, con similar quietud, con parejos primores extraviados, con semejante amargura, confiada en que quien pueda la desarrope de su traje encorsetado de novia agraviada y lo troque en un atavío cotidiano y con el anhelo ilusionado de que este estado de cosas no vuelvan a acontecer.

No inquiriré su historia, me sobra y vale su figura, compondré todo mi aliento en mi cumplido ya no de displicencia, hoy más emotivo.

No me agradan esta clase de estatuas dedicadas a la pobreza, al desamparo, porque, egoísta como soy, resulta una llamada de atención que me incomoda, aunque pueda que todos los días dedique algunos segundos de mi conciencia a la conmiseración y consiga con ello un cierto relax, un pequeño indulto a mi indolencia.

Me encanta la muchacha del vestido blanco, pero ¡ojala! no existiera ninguna, aunque en la calle Estafeta falte “Algo”.

No es un trabajo como tal, pero para muchos tan antiguo como la vida misma: mendigar.

REMENDANDO.-
Son las siete de la mañana. Mi madre se afana en preparar el parco desayuno diario: unas tostadas de pan de ayer, tan rico dice , frotadas con algo de aceite y un bol de leche entera, recogida de la misma cuadra, caliente aun de las ubres de la vaca y de la que obtiene una nata espesa que guarda celosa en un bote para que sirve de merienda con azúcar y pan.
¡Vamos Miguel!, ¡levántate Yoli!, ¡que llegamos tarde Andrés!, en tanto apura el tiempo aderezando los pocos enseres de la cocina; una vetusta olla donde están a remojo unas lentejas, un cazo en el que exprime un hueso de txungúr que aliñará con una sopa de letras, se atusa descuidada sus cabellos, sacude su mandil de trasiegos diarios.
¡Va, que ya es la hora!
En la cancela suena la aldaba. Una voz ronca, reconocida, anuncia su llegada. “Ave María purísima” “El estañador – paragüero”
Pase, pase”.
¡Miguel!, en la despensa hay una olla vieja, quítale el polvo y prepárala, coge también un cazo agujereado y de paso trae además aquella perola que está en la balda de arriba”.
¡Yoli!, en el paragüero hay un paraguas del padre. No, el azul oscuro no, ese está bien, el gris grande”.
Un momento buen hombre. ¡Estos críos!
No se apure señora. ¡Cosa de rapaciños!
Perdone señor aquí tiene estos cuatro cacharros, son viejos pero la vida no da para más.
Lo mismo de siempre.
A las dos, como todas las veces ¿No?
En eso quedamos pues.
Y el solícito paisano, sin apremio, que la jornada se antoja prolongada, con la monotonía de la rutina deposita sobre su destartalado carro adosado a una bicicleta bh negra, pesada, de su quinta, ¡quien sabe! tal vez legado preciado de su padre, todos los bártulos.
Nuestro buen personaje es un señor entrado en los cincuenta y pico años, gallego, su hablar lo delata, de rostro royo intenso, de pelo cano, manos callosas, pantalón de pana, camisa de felpa para combatir el frío intenso, de sonrisa llana, experiencia de muchas andadas, pendiendo en su hombro izquierdo un cajón con un tira de piel curtida descolorida por el trasiego a modo de tirante donde apila desordenadas sus exiguas herramientas: varias barras de estaño, unas lañas, un martillo, un diminuto yunque, una madeja de estopa, un frasco de aceite o vidriega, un trapo con que limpiar su manos. En otro compartimento unas varillas sutiles de otros paraguas caducos y pocas cosas más.
Calza abarcas de caucho, luce peto de cuero oscuro
En su hombro derecho cuelga una alforja de dril. En su interior, una pieza de pan cabezón, una onza de tocino, hay jornadas que un trozo de queso, una fruta del tiempo y su bota de vino.
Emprende camino hasta el zaguán aledaño. Los mismos saludos, análogos comentarios hasta completar la visita a las escasas viviendas del pequeño pueblo. Así todos los años varias veces desde tiempos remotos.
Son ya casi las diez de la mañana. Descarga su hatillo, acomoda en el empedrado del atrio con tiento una lata con agujeros colma de ascuas, en invierno al abrigo de un alero, o en el pórtico de la iglesia si la lluvia es recia, con mejores calores a la sombra de un vetusto plátano en la diminuta plaza, antes era, hoy empedrada rústicamente.
Se acomoda y apura un trago de su entrañable bota, enjuga su sudor o refriega sus manos ateridas del frío reinante, patea sus botas cubiertas por la nieve, arremanga su camisa y se desabrocha en mañanas lúcidas.
Reposado en un cojín forjado con su desgastada zamarra apara a su vera los cacharros; con parsimonia y con pachorra se pone manos a la obra.
Lija con esmero los alrededores del orificio provocado por los calentones al humero del fogón, los repasos extenuantes con esparto y piedra pómez de las sufridas amas de casa, expande en su entorno la vidriega o aceite y aplica el lingotillo de estaño que funde con el cautín o soldador caliente, rusiente, en el bote ojalado que porta ascuas de sarmiento hasta que este se derrite y lo extiende para taponar el agujero. Al alivio del pórtico parroquial encaja su diminuto yunque y martillea con mimo el estaño y el plomo con un pequeño martillo. Mira y remira para comprobar que no haya resquicio que deje pasar la luz. Más tarde comprobará con agua que el apaño ha sido correcto. Los estropicios menudos remedia con remaches o lañas que ajusta con su inseparable macillo y con la maestría de años en el oficio.
El quehacer de paragüero no conlleva mayores complicaciones. Lo habitual es la rotura de una o varias varillas por efecto del aire, en eso consistía la labor del paragüero: retocar los cierres o reemplazar las varillas averiadas, generalmente con otras desechadas. Aquí es donde interviene la argucia y la experiencia acumulada.
Algún que otro exabrupto sin malicia, inconfeso. Un toque. Otro retoque. Por fin todo está a punto, convencido que sus clientas siempre y por costumbre expondrán sus peros.
Hoy se le ha hecho tarde y las mujeres ya han enviado a sus niños a recoger los encargos.
Estos esperan haciendo corroncho, con iris desorbitados, observando como aquella barra tiesa de color grisáceo se derrite como un caramelo. Preguntan e inquieren curiosos sin rubor alguno. Aguzan los sentidos con ojos atónitos, escuchan sucedidos, historias ingenuas pero inéditas para ellos, narraciones de una persona bregada en el camino, en el trabajo áspero, cotidiano, monótono, escaso para el sustento cotidiano.
.-Teresa que esto no da más de sí.
.- Pero no hay otra cosa, tendrá que aguantar un temporada más.
Recibe ente regañinas de las clientas sus estipendios.
.- ¡mujer que todo ha subido mucho!
Hoy el frío es muy fuerte y las nubes dejan escapar algunas gotas de agua-nieve y no apetece la cabezadica antes de emprender el camino de vuelta a casa. Recoge solícito sus enseres con un deje de nostalgia, con un hasta otro día, lejano en el tiempo, cercano en el sentir, con la sonrisa sincera y algún que otro guiño picaresco.
Suspira orgulloso en su fuero interno del quehacer bien hecho. Apura el pedazo de pan del zurrón, saborea el escaso queso y apremia el tiempo con el postrer trago.
Escruta en su talego sus monedas, algún billete de cinco pesetas y se tranquiliza.
.- No ha ido mal el día. Y le vienen al recuerdo sus cuatro hijos y su esmerada esposa que mañana podrá añadir un trozo de carne al puchero.
Le reconforta saber que a su llegada, en la mesa le espera un plato de sopa caliente con picatostes que paliaran la dureza de la jornada, los besos sinceros de los rapaciños soñolientos a punto de recogerse en sus camastros.
Montado en su vetusta bici, con pedaleo cachazudo, echando a menudo la vista atrás, tal vez escarbando tal vez esa pizca de melancolía que en cada arribo a sus “pueblos” se resiste al rebufo de sus espaldas.
Es un oficio enraizado, de obligado cumplimiento, remolcado por la tradición. Piensa que con él habrá desaparecido engullido por el progreso.
¡Ya tarda! ¿No le habrá pasado algo?
Lejano en la distancia, cercano en el sentimiento. Se les coge cariño como a los buenos amigos, se comparten minutos sencillos de hablillas espontáneas, de apostillas repetidas, invariables, las mismas siempre con la simpleza de niños ingenuos con permutada esperanza
El estañador-paragüero retornará transcurridos unos meses al igual que las oscuras golondrinas del poema becqueriano y referirá idénticos episodios con ternos nuevos y renovará lo cotidiano con novedades añejas.
Tras muchos años aún lo veo paseando por las viejas calles de nuestra Iruña, ciudadano de la hermosa rúa de los Descalzos.
El no me conoce, pequeñajo como yo era.
Yo no lo olvido.
LA VERDADERA HISTORIA DE TARTALO.-
De todos es notorio que la historia, las leyendas, las grandes figuras mitológicas han sido escritas, narradas oralmente o creadas por los ganadores.
Tartalo fue probablemente un engendro de la naturaleza, una criatura que vino a este mundo con una fisionomía deforme, enclenque, y sobre todo esa anomalía tan singular suya, un solo ojo que se situaba en medio de su abultada frente. Erraba por los montes desaliñado su cabello rizado, barba espesa, vestidos harapientos, calzando abarcas de caucho, viejas y roídas por el paso del tiempo, pantalones en el pasado azul vergara hoy de color ambiguo.
¿Quién dice que no fue de aquellos niños que ante tal circunstancia, tomado su nacimiento como un castigo divino que solo atraería desgracias para la familia y la población, eran abandonados a su suerte en montes cercanos a la espera que, bien una alimaña compasiva le alimentara y le acogiera en su clan o fuera tragado por la tierra?
Tartalo no era malo, sin embargo, recuerdan nuestros ancianos escuchar en las noches crudas de invierno como sus padres aludían a un muchacho que habitaba en el monte Erreniega y que en algunas ocasiones era visto por pastores y prisionero, arrastrado a la fuerza al pueblo, donde en medio de la plaza era objeto de infamias, de risas socarronas, de golpes crueles a cuenta de alguna patata cocida que en las casas daban a los cerdos. Luego lo dejaban abandonado hasta que derrengado volvía su lugar.
Las circunstancias lo fueron forjando arisco, desconfiado, rencoroso, siempre a la defensiva adquiriendo su desfigurado cuerpo caracteres violentos. Su apariencia moldeada por todos los avatares de la vida se fue forjándose hercúlea, alta, ciclópea.
Apenas si emitía unos gruñidos como único recurso de comunicación, acompañados de gestos hoscos, siempre a la defensiva, temeroso de correr la suerte de situaciones anteriores que fueron enmarcando su inquina para con los hombres.
El transcurso tiempo fue confiriéndole facultades antropófagas, alguien corrió la voz en el pueblo que lo había encontrado en su cueva con sus fauces chorreando sangre y sus manos sujetando un muslo que bien pudiera ser de algún niño. No depararon, ciegos de inquina que simplemente era un conejo recién cazado.
Aquellas narraciones fueron corriendo de boca en boca siempre corregidas y aumentadas, acompañadas de situaciones misteriosas, inverosímiles la más de las veces, relatos apenas susurrados con una cierta aura de terror, máxime si el auditorio estaba compuesto de gente menuda en un intento malévolo de infundir el miedo en el cuerpo de aquellas gentes ingenuas y crédulas.
Tanto los padres en casa, como los maestros en la escuela acostumbraban a amedrentar a los chiquillos con la advertencia de ser llevados al monte y dejados allí a su suerte.
En esos momentos un sudor frío de apoderaba de todo el cuerpo de los infantes, temerosos de ser reos del monstruo que moraba en la montaña y sus piernas flaqueaban recordando los relatos maquiavélicos que sobre la persona de Tartalo habían escuchado.
A esta figura pérfida se le fueron atribuyendo toda variedad de calamidades que ocurrían en el entorno de los pueblos cercanos, llegando su fama a traspasar las lindes de la comarca. Llegaron incluso a realizar batidas de varios escopeteros bien pertrechados de municiones y con perros sabuesos, todas ellas sin resultado ninguno
Uno de esos bulos que circulaba en Zizur Mayor era que Tartalo habría envenenado las ovejas de un zagal y que debido a una hinchazón del estómago provocada por alguna pócima diabólica, reventaron. Nadie ignoraba en la población que el hartazgo de los animales con la hierba llamada ciape, abundante en la zona, produce esta calamidad, pero de esta guisa camuflaban su descuido en el cuidado del ganado.
Fueron agigantando su fama aprovechando la ferocidad de su carácter para achacarle violaciones a mujeres que se adentraban en el bosque en busca de algunas piñas para el hogar. Sabido es de todos que doncella, zagala o mujer ninguna osaba traspasar los límites donde comentaban tenía sus aposentos nuestro personaje. Era una buena panacea para que las mancebas jóvenes hicieran buen caso a las recomendaciones paternas de llegar a buena hora a casa.
No pasaron desapercibidas las intoxicaciones con níscalos y también de ello fue el pagano Tartalo, así los imprudentes cubrían sus espaldas de su impericia y desmedido afán por llenar sus cestos de estos manjares. Aún en día, cuando esta leyenda mítica es solo recordada en los carnavales populares, son muchas las muertes e intoxicaciones por la ingestión de setas venenosas.
Los bulos y las maledicencias fueron propagándose como la pólvora y extraña era la persona que no hubiera tenido contacto con aquel gigante deforme. Recitaban historias de feroces luchas cuerpo a cuerpo con el coloso de las que salían ilesos merced a su mayor agilidad y rapidez en su huida. Describían con minuciosidad su aspecto deforme, el horror que imprimía su único ojo centrado en su frente, aquellas barbas largas y desaliñas, sus cabellos extensos, rizados y sucios, sus manos grandes y poderosas con sus uñas negras, su ropaje de pieles de oveja y carneros robados a sus rebaños, sus pies apenas cubiertos con unos andrajosos borceguíes sustraídos a algunas de sus víctimas, víctimas de las que nunca se supo su nombre porque nunca existieron pero que era inexcusable crearlas.
En una asamblea popular celebrada en pórtico de la iglesia consideraron los ancianos del lugar que era hora de tomar medidas drásticas contra lo que ellos denominaban un enemigo infernal, astuto, escurridizo y conocedor como nadie de todos los vericuetos de aquella zona montañosa aledaña a la población.
El detonante había sido la aparición a altas horas de la noche de una muchacha que dijo haberse adentrado algo más de lo recomendable en el frondosidad del monte cuando andaba recogiendo pacharanes y se encontró de bruces con el ogro y fue objeto de una agresión por parte de semejante personaje. Todos la creyeron a pie juntillas sin detenerse en observar que el aspecto del denunciante era correcto en cuanto al ropaje y que no presenta huella alguna en su cuerpo de lesiones o hematomas. Su constante lloriqueo fue prueba asaz para la confección de una confabulación contra Tartalo. Acordaron solicitar ayuda a algunos vecinos de pueblos cercanos y convinieron que el domingo de madrugada peinarían el bosque con minuciosidad y extremo cuidado para procurar dar caza a la bestia y llevarla al pueblo mostrándola en la plaza de la población para escarnio suyo y después de un juicio sumarísimo y público fuese condenado a muerte en la hoguera. El resultado de la rebusca, amén de fatigoso y extenuante, resultó baldío. Ni una sola huella, ni rastro alguno pudieron conducir a la captura del monstruo. Los ánimos de los habitantes de la zona estaban alicaídos, el miedo iba in crescendo, todas las precauciones se les antojaban exiguas, solo les quedaba la confianza en el resultado positivo en ulteriores batidas. Las siguientes resultaron tan ineficaces como la primera y optaron por creer que el gigante habría abandonado el monte Erreniega y se habría refugiado en otro lugar lejano a la zona. Eso era al menos lo que deseaban en lo más íntimo de su corazón que hubiese sucedido. Pese a todo en su mente runruneaban incesantes las narraciones, los cuentos, la leyenda en sí de este hombre cruel y despiadado. Su inquietud seguía latente en su espíritu.
Creían reconocer en las noches negras de tormenta y gran ruido de truenos las voces recias y amenazantes de Tartalo. En la población existía un clima de temor, algunos optaron por abandonarla, otros reforzaron los dinteles de sus portales, los hubo que colocaron en el frontis de la entrada de la vivienda flores secas de cardo, herraduras y amuletos variados, nadie dejaba los portones sin cerrar a dos llaves y aumentar la seguridad en los postigos de las ventanas.
Transcurrido un tiempo de sosiego y relativa tranquilidad, los ánimos se serenaron hasta que un día de nuevo volvió a correr la voz de que algún anónimo caminante o peregrino había vuelto a encontrarse o tropezado con el rastro del maligno personaje.
Decididos a acabar con esta pesadilla acudieron esta vez a la ayuda de los guardas forestales, más expertos ellos en trochas y encrucijadas peligrosas y con toda clase de ingenios y acompañados de sus perros rastreadores salieron a su captura.
No resultó nada fácil dar con él, conocedor como ninguno de todos los entresijos de la sierra, donde los abrojos y matorrales que cerraban los atajos y caminos abandonados no suponían impedimento alguno para su ciclópea fuerza. Por fin lo hallaron dormitando en una cueva, preso de una embriaguez extrema. Apenas si opuso resistencia y maniatado fue conducido con gran algarabía a la plaza.
Las gentes liberadas de su miedo, desatando incontrolado su odio se abalanzaron sobre el gigante. Ellos, fiscal, juez y parte, realizaron un juicio sumarísimo y su sentencia fue la condena a la hoguera. Con gran algazara celebraron el acontecimiento, se apresuraron a apiñar las pilas de leña en torno a un robusto árbol colocado al igual que el “mayo” en el centro de una era y arrastraron con violencia inusitada al reo hasta el patíbulo con gran dificultad por la oposición de Tartalo. El alcalde fue el responsable de prender la hoguera y en tanto el fuego consumía aquel hercúleo cuerpo por todo el cielo se fueron expandiendo sus gemidos, sus horrendos gritos que atronaron, comentan los más ancianos, leguas a la redonda, de tal manera que los pueblos y aldeas colindantes conocieron la noticia de la captura y muerte del odiado Tartalo.
Hoy aun, mucha gente dirige su mirada en días de tormenta a la falda de Erreniega, en esas mañanas cuando las langarras caminan lentas impulsadas por el viento y creen distinguir entre los deshilachados hilos de las nubes la figura aterradora de Tartalo. Se santiguan y elevan una oración a Dios por el eterno descanso de esta figura mitológica.
Caminante de Santiago, cuando patees los ambages que te conducen a la meta de tu peregrinaje a través de Erreniega, tal vez sientas en el ambiente del sendero el espíritu de Tartalo, no lo recuerdes como un ser bellaco sino como un ente creado por la insidia del hombre, tampoco intentes encontrar su escondrijo ni huella alguna, hace tiempo que el primero fue destruido por un pequeño corrimiento de tierra y las segundas, los aguaceros y las nieves invernales borraron para siempre y en un descanso reza también tu plegaria piadosa.
Entretanto en Zizur Mayor, todos los años en sus carnavales se revive la historia de este singular personaje e igual que en la leyenda es quemado en la hoguera ante al jolgorio e inquina de los presentes.

ZZZ
Estas tres letras parecen extraídas de una viñeta de cómic donde el autor ha esbozado al personaje derrengado, tumbado y sumido en un profundo sopor.
No será muy conocida la historia del porqué: Gregorio Pérez, botero de profesión en la vieja Iruña, cuando en 1916 fue bendecido con el nacimiento de sus trillizas decidió denominar a sus botas con ZZZ en honor a sus tres zagalas.
Los amigos del trasiego podrían muy definirlas como el anagrama siguiente:
Zumo de uva, Zirrión, Zurracapote, como se ve todo relacionado con el vino como así es efectivamente.
Para un navarro va inexorablemente unido a un objeto muy utilizado -otrora más- en su devenir: la bota de vino.
La bota ha sido siempre fiel compañera en las arduas tareas en los días tórridos de la siega y la trilla, de sol a sol, de nuestros esforzados campesinos, arrellanados a la sombra de un árbol. Un buen trago después de haberse secado el sudor espeso de su frente con el pañuelo anudado a su cabeza consistía en un alivio divino para la continuación de su tarea.
Ha sido la bota compinche inseparable de montañeros en la vereda sombría de exuberantes hayas, jadeantes tras el esfuerzo de ascensión, parada para el respiro antes de alcanzar la lejana cima.
Romera y peregrina con los esforzados caminantes en el sendero yermo hacia el santuario, ermita o catedral.
Refrigerio festivo en los pipotes al compás de unas jotas recias salidas de gargantas ya roncas por el trajín de la juerga, acompañante de prolíficos almuerzos, regenerador de noches de jarana y reconstituyente de una nueva jornada de jolgorio.
Ayudante fiel del cocinero al pie de fuego donde se adereza un sabroso calderete, o donde se asan esos “untamorros” exquisitos, delicia de impacientes comensales.
Saludadora de transeúntes al paso de una mesa callejera en farras populares.
Motivo de un recuerdo para el turista. ¡Tantas cosas!
Con tan infinidad de cualidades el pueblo llano la ha tenido muy presente en su folclore y en esto las peñas tan representativas no podían dejarla en el olvido:
Pamplona seis de julio
bullicio y alegría
ya están los pamplonicas
ansiosos de gozar
con faja y pañuelico
la bota de clarete
con el primer cohete
la fiesta va a empezar.
Hay muchas más en sus himnos magistrales, la mayoría compuestos por el inolvidable maestro Turrillas y interpretadas por aquellos pregoneros de nuestro sentir navarro: los Iruñakos.
Mentar aquí a otras peñas que llevan la bota como parte sustancial de las letras de sus himnos: el Bullicio (y verás los del Bullicio lo simpáticos que son, si te invitan a la fiesta, con la bota o el porrón...), (Armonía Chantreana, (Corre la bota sin descanso la botella o el porrón...), Los del Bronce, (A beber los del Bronce tintorro en botella, botica o porrón...).
Los tafallicas, tan joteros ellos, no la dejan en olvido en sus pentagramas y con ese salero que les caracteriza se largan con esta cuarteta:
Las costillas de cordero
y el calderete navarro
7dijeron al ajoarriero
echa de la
bota un trago.
Tampoco los de Estella, tan listos como son que “pintan el aire” han querido quedarse atrás y han bautizado a una de sus peñas con el nombre de “la Bota
Como todo “instrumento” se hace necesario conocer su ceremonial: se alza todo lo que dé de sí el brazo y se apunta con el brocal -cuanto más grande sea su agujero, mejor- apretando bien la bota de manera que chorro penetre hasta las mismas amígdalas y produzca el sonido característico de un gorgoteo. Este acto no ha menester de servilleta o trapo por si se escurre alguna gota, bien el revés de la mano o la manga de la blusa hacen el mismo servicio que ellos. Termina con un suspiro de gozo “Huuum, ¡que rico!”
Es una señorita muy peripuesta de simple y perfecto diseño, viste traje de piel de cabra y se adorna con trenzas de lino. Resulta encantadora hasta tal punto que se oye el dicho “la cuida más que a su mujer”. Otros la llaman cariñosamente la “María”
Se muestra mimosa y requiere ser curada con esmero, su piel color canela debe trocarse en un negro fuerte y conseguir una gran flexibilidad, agradece amable los cuidados.
Ha llamado la atención de grandes escritores como Cervantes en su obra maestra “el Quijote” donde su querido Sancho, nunca mejor dicho, “se pone las botas”. Son muchos los literatos del siglo de Oro los que aluden a la bota.
¿Quién no recuerda la ilusión infantil vestido de blanco con faja y pañuelico rojo y adosada al hombro la botica de vino?
El pueblo no podía quedar al margen y en su diccionario popular, compendio de una sabiduría singular, “el Refranero”, nos ilustra ampliamente:
.- Cuando el herrero tira la bota, o sabe a pez o está rota.
.- El peregrino, antes sin bordón que sin la bota de vino.
.- A la bota dale el beso después del queso.
.- Bota sin vino, no vale un comino.
.- Si estás triste y mohíno bebe de la bota vino
Y un etc. muy largo.
En Navarra sigue siendo su arraigo muy importante y nuestra esperanza es que los modismos no la dejen arrinconada porque su historia es hermosa y larga y no es merecedora de semejante ultraje,
Y por fin termino, echaré un trago de mi bota de vino.
¡Salud!



CIEGO
Somos una pareja que hace doce años tuvimos una hija, muy deseada. Nació como todos los niños, con los ojos cerrados pero fueron pasando los días y nuestro bebe seguía sin abrir sus ojitos, a partir de ahí nunca supimos de qué color era su iris. Pero observamos que sonreía, que movía las manos, que producía sonidos guturales que poco a poco se transformaron en palabras, y sin darnos cuenta aquello que considerábamos una desgracia apenas si afectó en nuestra primera congoja.
Una mañana asomados en el portillo me cogió de la mano y asomados al dintel del alfeizar de la ventana me dice con es candidez propia de los críos, me suelta a sopetón: “oyes papa, oyes como trina ese pajarillo” y yo que había oído ese gorjeo durante muchos años, durante muchas amanecidas, solo entonces me di cuenta que tenía un tenor que todos los días me interpretaba una oda maravillosa y me dije para mí: “no solo no veo, es que si siquiera uso mis oídos y me he estado perdiendo durante años semejante concierto”, y advertí el valor del valor del oído y comencé a apreciar algo que llevaba conmigo años y años.
Estuvimos segundos y segundos sumidos en un silencio maravilloso del que nunca me había dado cuenta que existía. Al poco rato me comenta ¿Te fijas, aita, que bonito es el pajarillo? Tiene unas plumas amarillas, y un pecho blanco, y mira como gorgorea. Tu aita, no sabes lo que dice porque estás muy ocupado en muchas cosas, pero canta a la naturaleza, a la felicidad.
Le dije: mañana tu padre cazará un pajarito para ti y lo pondremos en una jaula en tu cuarto para qué te cante todas las mañanas cuando te levantes.
Aita, eres tonto, yo no quiero un prisionero, quiero a alguien que cuando acabe aquí su concierto lleve la melodía a otros amigos que le entiendan, que le escuchen, porque tú piensas que has apresado un pajarillo pero ese colibrí en la jaula no cantará canciones alegres, entonará tonadillas de tristeza y eso, aita, yo no quiero”. Y en aquel momento comprendía la trascendencia de la vista y me di cuenta de que nosotros vemos un ruiseñor siempre del mismo color, con el mismo plumaje y mi hija cada instante era capaz de ver un pajarillo de diversos matices, y tenía ante sí infinidad de avecillas que llenaban su oscuridad de un sinfín de tonalidades que a mí se me escapaban.
Y dejando escapar, acobardo, intentando que nadie me viese, dejé huir unas lágrimas y comprobé que el ciego era yo.
ADRENLINA.-

Aquella noche me acosté pronto porque me intención era levantarme para correr el encierro.
Súbitamente me encontré inmerso en una gran multitud de gente elegantemente ataviada. Comprobé que muchos de ellos estaban tensos, nerviosos dando ligeros saltos sobre el asfalto templando su excitación con la mirada perdida en el infinito, de reojo observando su reloj. Todos lo mismo, lo mismo todos.
Sonó el cohete anunciador de la salida de los bureles y se desataron junto con su estruendo toda la ansiedad contenida y corríamos con velocidad endiablada los noveles, más pausadamente los veteranos, manteniendo con parsimonia la distancia cogiendo la medida a los astados. Era una ceremonia sacra, un concierto entre hombre y toro, coraje y fuerza.
Apenas unos segundos, eternos, repletos de adrenalina al sentir el resoplido ronco del animal al sobrepasarte en la carrera.
Después descanso, acelerado el pulso todavía por la emoción, respirando hondo como caballero tras la batalla, rememorando instantes nimios donde no se discierne la suerte, el buen hacer, el valor.
Una experiencia intransferible, única.
Como un resorte caí de la cama y me restregué mis ojos como quien se despierta de una pesadilla.
¡Hay que tener valor para correr el encierro! Susurré aliviado. Lo viví tranquilo desde mi sofá.

CAMPANAS.
Suenan las campanas en lontananza con un ruido infernal, porque hoy día las campanas eléctricas ya no bandean con armonía religiosa, hoy solamente meten un ruido espantoso, chillón que más que llamar a actos piadosos parecen manejadas por el mismísimo diablo en un intento desmedido de espantar a los creyentes.

Las campanas, como todos los instrumentos, poseen su temple, su corazón, ellas saben trasmitir la alegría de la festividad, la angustia de la despedida del ser querido, nos avisan raudas del peligro del fuego que abrasa nuestros campos, nuestras casas, llaman prestas al auzolán comunitario, cantan alegrías, gimen añoranzas de personas entrañables, apuran la angustia del peligro, aprestan las manos callosas y cansinas de nuestros labriegos para la tarea conjunta en labores desinteresadas. Acompañan las procesiones e incitan a los hombres y mujeres a acicalarse con las mejores prendas par acudir a la misa del domingo o día del patrón o patrona del pueblo inundando con un sonido extraordinario el espíritu de los aldeanos, contagiando de paz en el atrio apurando el postrero cigarrillo antes de entrar a los actos religiosos como si de un batzarre se tratase.

La del reloj con meticulosidad da las horas, las medias, los cuartos, avisando del descanso a los cansinos campesinos inmersos en sus labores agrarias, anunciando a los zagales y a las muchachas adolescentes su retirada de juego y amores velados. Marca el devenir diario, advierte del despertar madrugador para acudir a las tareas cotidianas, programa el rezo del ángelus y a la atardecida recoge a la familia en torno a la etxekoandre para la oración del rosario y llegada la noche su sonido cansino marca el momento de las últimas preces antes de acostarse.

Hoy apenas si nuestras prisas, nuestro estruendo cotidiano dejan escuchar su sonido ronco, metálico de su bronce añejo tantas veces martilleado por el badajo, ni nadie posee un instante de paciencia para ascender al campanario y voltearlas a mano y arrebatar de su partitura mohosa esas notas que esparcidas al viento inundan campos, veredas hasta el infinito.

Una pena.






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